Los tontos no van al cielo (las tontas tampoco)

La gripe… ¡la gripe! Sientes que el cuerpo quiere, pero no puede… un cierto vapor emana de ti y de lo único que tienes ganas es de meterte en el sobre sin ningún tipo de interrupción. A mí me ocurrió la semana pasada, pero no tuve chance de quedarme en casa pues el trabajo demanda cada vez más presencia. Me metí más pepas que una tuna: nastizol, ibuprofeno, dolomax, panadol… no sé si fue la conjunción de químicos o la necesidad de estar entera, pero el asunto es que ahora solo estornudo de vez en cuando, me duele la cabeza a discreción y mi tos es como el hombre ideal: ni fea que espanta ni guapa que encanta.

Un día, mientras realizaba la labor de la mañana en la oficina, sentí el cuerpo tan tenso y tan adolorido que necesité un abrazo. Miré a mi alrededor, y nada. Mejor dicho, ningún candidato ideal para la noble tarea. Le envié un mensaje de texto al habitante de la isla, solicitando desesperadamente un abrazo virtual, pero el resultado fue el mismo. Casi a punto de derramar la lágrima, cual niña que se retrasó en el camino, voltea y no ve a sus papás cerca, pensé: “¿Y qué gano con esto? ¿Acaso es el remedio para mi insoportable malestar?”. Bueno, cubro un poquín mi necesidad de afecto, pero fuera de eso, nada. ¿Por qué? Pues porque solo es cuestión de tiempo, del curioso elemento llamado tiempo.

Y así con todo. Los problemas tienen una duración… el dolor tiene una duración… incluso la alegría tiene un límite determinado de tiempo. Por eso, no podemos caer en la tentación de eternizar: por qué, por qué a mí… qué hice yo para merecer esto… la soledad y yo nos llevamos bien… ¡patrañas! Lo único que no tiene fin es la vida, pues la muerte es solo el paso a nuestro verdadero destino. No podemos ser tontos, pues los tontos no van al cielo.

Según la Real Academia Española, tonto es aquel «falto o escaso de entendimiento o razón», con lo cual, cuando pensamos que estamos sufriendo lo indecible –o que estamos viviendo una felicidad suprema-, en realidad lo que estamos haciendo es perder la capacidad de analizar, encontrar una solución y dar vuelta a la página. Nos sentimos frustados por haber cortado una rosa en botón, y nos volvemos incapaces de levantar la mirada para ver la belleza del rosal donde estamos, para luego detenernos a buscar las que están listas para formar parte de un hermoso regalo. Es que claro, es más fácil lamentarse y darse de porrazos -sobre todo en el caso de las mujeres- que salir del hueco. En pocas palabras, es más fácil ser tonto: no utilizar la inteligencia y quedarse meloseando con los sentimientos hasta que un piadoso ser piense por nosotros.

La solución, en estos momentos, es cortar por lo sano: tocarse, con la punta de los dedos, el corazón, la frente y sacudirla con decisión afirmando: ¡fuera dolor! Lo que hoy nos hinca, mañana no será más que una buena experiencia de la cual hemos aprendido algo o, simplemente, una anécdota. No seamos tontos, no vale la pena. No hay mal que dure cien años… ni espíritu valiente que no sea capaz de sacarle la vuelta.

PD.: El dolor al que me refiero aquí no es el que nos permite corredimirnos, sino aquel proveniente del pesimismo estúpido que nos hunde en vez de hacernos mirar al cielo.

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